jueves, 8 de noviembre de 2012

Un muchacho sano



Su madre entra a una lencería. Compra ropa interior. Habla con la vendedora y le cuenta de los problemas que padece con su hijo: que no consigue trabajo, que se encierra.
La vendedora le da una tarjeta y le sugiere que consulte. Tal vez la ayuda profesional sea útil esta vez, ya hubo varias consultas y no dieron resultado.

En su historia clínica decía: paciente lúcido, con orientación global. Sin trastornos senso-perceptivos. Pensamiento de curso lento, coherente y reiterado. No se destacan ideas delirantes. Impulsividad. Indiferencia afectiva. Agresividad de hecho con...
Fue ésta la carta de presentación que le dio la psicología y la psiquiatría cuando su padre lo hizo internar a los 17 años.
Así lo presentó su madre, en aquella primera entrevista:
“Un muchacho sano comía bien mi esposo lo puso en vereda no quería trabajar porque la madre no puede es un pedazo de una antes me quería pegar el psiquiatra donde trabaja mi marido lo internó pero se escapó dos veces vine primero yo porque quería conocerla yo sé como es él ...”

No tengo porqué no creerle a su “bla, bla” sin cortes, por eso la recibo y la escucho. Ella cada tanto observa, pregunta, duda, finalmente decide que toma un turno para “El”. Así lo nombra.
“El”, como dice su madre, lleva sus 26 años con demasiada tristeza. Su cuerpo es casi etéreo, su voz imperceptible, su mirada huidiza. No tiene amigos, solo a Silvina. Ella le presta su casa, la comida de su heladera (aunque la madre le prepara tortas por las dudas) y sin saberlo, su ropa interior.

Después de varios encuentros hace el siguiente relato:
-“Estuve toda la semana en lo de Silvina, haciendo lo mismo, pero ya se dieron cuenta de que no soy lo que pensaban, ya no me miran, siento mucha pena, tengo miedo”.
Le llevó varias sesiones ponerle más palabras a esta escena nunca antes relatada. Este ritual que se repetía muy seguido, consistía en vestirse con la ropa interior de Silvina y masturbarse frente a un ventanal, varias veces por día, hasta desvanecerse. Agotarse. Ventanal, desde donde los obreros que trabajaban en la obra en construcción de enfrente podían verlo, desearlo y denigrarlo.
Dentro de la habitación un gran espejo lo reflejaba. El valor de las miradas las aporta él
El espejo de Silvina -vía identificación imaginaria- lo sostenía “erecto”, le daba consistencia, reflejaba una imagen que otros también veían. Pero no sin la aparición del pene en su vertiente Real.
Aparece la necesidad de la imagen como sustento material de aquel falo simbólico que no operó en la escena con su madre. Allí lo que pudo ser comedia, donde las ropas cubran lo interior del cuerpo femenino, velando, fue drama sin trama. Cuando el pene cae, no hay ropaje, él se desintegra. Caen las miradas de esos hombres, que se interponían entre él y el espejo de Silvina. El vacío en el espejo lo absorve.

Después, en el colectivo, de vuelta a su casa, los síntomas dominan la escena:
“me siento observado, me bloqueo, se me cierra la garganta y no puedo tragar, pero si estoy mucho en mi casa es como que me absorve, tengo que ir de Silvina, y hacerlo, con ella; frente al espejo, no importa, muchas veces”. “El problema es que después me siento débil, mal. Me descompongo”.

Primero el ritual y luego la sensación de vacío que lo invadía todo.
-“El vacío, el vacío, eso no lo tolero, me desespera, parece que me desintegro, si se rompe un vaso o algo ,me descompongo, parece que me rompo yo, las masturbaciones me agotan, me debilitan, es tres o cuatro veces por día, estoy siempre muy excitado, es siempre lo mismo y después el vacío”.

¿Porqué después del ritual los síntomas? ¿El vacío? ¿Porqué el ritual? Tal vez la respuesta está en sus dichos: “mi casa es como que me absorve”.
En su casa se desintegra, se diluye. La accesibilidad del Otro es total, no hay anudamiento posible para sostenerse, para escapar. No hay mirada que se interponga, no hay tercero que arme dos. La mirada de la madre son ojos ciegos que lo absorven.

En el consultorio algo empieza a funcionar, mira cada rincón, me mira. Observa detenidamente mi ropa, se detiene en algún detalle. Se sienta a distancia. Llega muy temprano y espera. No pregunto, espero. Tal vez la homofonía entre Silvia y Silvi(n)a le está ayudando a soportar el vacío.
Vacío de imagen, de consistencia fálica. Hubo una mirada que no esperó, se le vino encima. Tal vez por falta de distancia. Al decir de la madre: “es un pedazo de una”. Decir que se recorta como un pedazo, de su decir sin pausas.
No hubo espacio para hacer metáfora. La ropa interior es eso, no cubre. La ropa interior que la madre compra no es para hablar de su hijo; es su hijo, en su interior. Interior y exterior, falta el borde.
A “El”, le sugiero que cuando esta sensación lo vuelva a invadir me llame. Tanto la excitación como el vacío no tenían hasta ahora ni palabras ni imagen. Sólo ocurrían en su cuerpo, se le imponían.
A Ella la escucho por teléfono, cuando llama para preguntar, cuando se angustia porque “El” ya no come como antes. Parece que a veces le dice que no.
Así fue como un domingo muy temprano, suena el teléfono. El estaba desesperado; el vacío estaba allí otra vez:

“-Silvia, me siento mal, no sé que hacer, siento vacío, no lo soporto”.
Le pido que no corte, desde donde estaba no podía atenderlo. Cuando levanto el teléfono del consultorio, el vacío era insoportable.

Paradójica intervención. Le pido que no corte, ¿como su madre? No. Ella no pide. En ese caso habría distancia. Antes le pide que llame, y primero llama ella. Allí, ¿funcionó o es éste el verdadero llamado, donde él hace un corte al vacío-llenado del goce del Otro en su cuerpo? Le pido que no corte y le corto, quedándome así con el vacío. Marcando un borde. Intervención en lo Real que tal vez opere en lo simbólico, no lo sé.
No hay otro modo, no hay discurso sin corte.
Llamé en varias ocasiones. Siempre atendió la madre, el padre; ni siquiera una voz en el teléfono. Dice la madre que está mejor. No tengo por qué no creerle. El vacío quedó en el consultorio rumiando en el cuerpo del analista.
Por un tiempo es probable que funcione. Que funcione este corte como intento de pasar del goce del Otro al goce fálico, ordenador.
Me pregunto si tendría que haberlo escuchado desde donde estaba, como sea. Pero ¿se escucha sin intervalos? Hasta el tiempo de corte entre una palabra y la otra le resultaba insoportable. Lo angustiaba, con esa angustia que ni siquiera desborda.
No había de dónde. Su madre le marcó ese a-ritmo.


Artículo publicado en la revista Psyche Navegante N° 11 - www.psychenavegante.net

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