Su madre entra a una lencería. Compra ropa interior.
Habla con la vendedora y le cuenta de los problemas que padece con su hijo: que no consigue trabajo,
que se encierra.
La vendedora le da una tarjeta y le sugiere que consulte.
Tal vez la ayuda profesional sea útil esta vez, ya hubo varias consultas y no
dieron resultado.
En
su historia clínica decía: paciente lúcido, con orientación global. Sin
trastornos senso-perceptivos. Pensamiento de curso lento, coherente y
reiterado. No se destacan ideas delirantes. Impulsividad. Indiferencia
afectiva. Agresividad de hecho con...
Fue ésta la carta de
presentación que le dio la psicología y la psiquiatría cuando su padre lo hizo
internar a los 17 años.
Así
lo presentó su madre, en aquella primera entrevista:
“Un
muchacho sano comía bien mi esposo lo puso en vereda no quería trabajar porque
la madre no puede es un pedazo de una antes me quería pegar el psiquiatra donde
trabaja mi marido lo internó pero se escapó dos veces vine primero yo porque
quería conocerla yo sé como es él ...”
No
tengo porqué no creerle a su “bla, bla” sin cortes, por eso la recibo y la
escucho. Ella cada tanto observa, pregunta, duda, finalmente decide que toma un
turno para “El”. Así lo nombra.
“El”,
como dice su madre, lleva sus 26 años con demasiada tristeza. Su cuerpo es casi
etéreo, su voz imperceptible, su mirada huidiza. No tiene amigos, solo a
Silvina. Ella le presta su casa, la comida de su heladera (aunque la madre le
prepara tortas por las dudas) y sin saberlo, su ropa interior.
Después
de varios encuentros hace el siguiente relato:
-“Estuve
toda la semana en lo de Silvina, haciendo lo mismo, pero ya se dieron cuenta de
que no soy lo que pensaban, ya no me miran, siento mucha pena, tengo miedo”.
Le
llevó varias sesiones ponerle más palabras a esta escena nunca antes relatada.
Este ritual que se repetía muy seguido, consistía en vestirse con la ropa
interior de Silvina y masturbarse frente a un ventanal, varias veces por día,
hasta desvanecerse. Agotarse. Ventanal, desde donde los obreros que trabajaban
en la obra en construcción de enfrente podían verlo, desearlo y denigrarlo.
Dentro
de la habitación un gran espejo lo reflejaba. El valor de las miradas las
aporta él
El
espejo de Silvina -vía identificación imaginaria- lo sostenía “erecto”, le daba
consistencia, reflejaba una imagen que otros también veían. Pero no sin la
aparición del pene en su vertiente Real.
Aparece
la necesidad de la imagen como sustento material de aquel falo simbólico que no
operó en la escena con su madre. Allí lo que pudo ser comedia, donde las ropas
cubran lo interior del cuerpo femenino, velando, fue drama sin trama. Cuando el
pene cae, no hay ropaje, él se desintegra. Caen las miradas de esos hombres,
que se interponían entre él y el espejo de Silvina. El vacío en el espejo lo
absorve.
Después, en el
colectivo, de vuelta a su casa, los síntomas dominan la escena:
“me siento
observado, me bloqueo, se me cierra la garganta y no puedo tragar, pero si
estoy mucho en mi casa es como que me absorve, tengo que ir de Silvina, y
hacerlo, con ella; frente al espejo, no importa, muchas veces”. “El problema es
que después me siento débil, mal. Me descompongo”.
Primero el
ritual y luego la sensación de vacío que lo invadía todo.
-“El vacío, el
vacío, eso no lo tolero, me desespera, parece que me desintegro, si se rompe un
vaso o algo ,me descompongo, parece que me rompo yo, las masturbaciones me agotan,
me debilitan, es tres o cuatro veces por día, estoy siempre muy excitado, es
siempre lo mismo y después el vacío”.
¿Porqué
después del ritual los síntomas? ¿El vacío? ¿Porqué el ritual? Tal vez la
respuesta está en sus dichos: “mi casa es como que me absorve”.
En su casa se
desintegra, se diluye. La accesibilidad del Otro es total, no hay anudamiento
posible para sostenerse, para escapar. No hay mirada que se interponga, no hay
tercero que arme dos. La mirada de la madre son ojos ciegos que lo absorven.
En el
consultorio algo empieza a funcionar, mira cada rincón, me mira. Observa
detenidamente mi ropa, se detiene en algún detalle. Se sienta a distancia.
Llega muy temprano y espera. No pregunto, espero. Tal vez la homofonía entre
Silvia y Silvi(n)a le está ayudando a soportar el vacío.
Vacío de
imagen, de consistencia fálica. Hubo una mirada que no esperó, se le vino
encima. Tal vez por falta de distancia. Al decir de la madre: “es un pedazo de
una”. Decir que se recorta como un pedazo, de su decir sin pausas.
No hubo
espacio para hacer metáfora. La ropa interior es eso, no cubre. La ropa
interior que la madre compra no es para hablar de su hijo; es su hijo, en su
interior. Interior y exterior, falta el borde.
A “El”, le
sugiero que cuando esta sensación lo vuelva a invadir me llame. Tanto la
excitación como el vacío no tenían hasta ahora ni palabras ni imagen. Sólo
ocurrían en su cuerpo, se le imponían.
A Ella la
escucho por teléfono, cuando llama para preguntar, cuando se angustia porque
“El” ya no come como antes. Parece que a veces le dice que no.
Así fue como
un domingo muy temprano, suena el teléfono. El estaba desesperado; el vacío
estaba allí otra vez:
“-Silvia, me
siento mal, no sé que hacer, siento vacío, no lo soporto”.
Le pido que no
corte, desde donde estaba no podía atenderlo. Cuando levanto el teléfono del
consultorio, el vacío era insoportable.
Paradójica
intervención. Le pido que no corte, ¿como su madre? No. Ella no pide. En ese
caso habría distancia. Antes le pide que llame, y primero llama ella. Allí,
¿funcionó o es éste el verdadero llamado, donde él hace un corte al
vacío-llenado del goce del Otro en su cuerpo? Le pido que no corte y le corto,
quedándome así con el vacío. Marcando un borde. Intervención en lo Real que tal
vez opere en lo simbólico, no lo sé.
No hay otro
modo, no hay discurso sin corte.
Llamé en
varias ocasiones. Siempre atendió la madre, el padre; ni siquiera una voz en el
teléfono. Dice la madre que está mejor. No tengo por qué no creerle. El vacío
quedó en el consultorio rumiando en el cuerpo del analista.
Por un tiempo
es probable que funcione. Que funcione este corte como intento de pasar del
goce del Otro al goce fálico, ordenador.
Me pregunto si
tendría que haberlo escuchado desde donde estaba, como sea. Pero ¿se escucha
sin intervalos? Hasta el tiempo de corte entre una palabra y la otra le
resultaba insoportable. Lo angustiaba, con esa angustia que ni siquiera
desborda.
No
había de dónde. Su madre le marcó ese a-ritmo.
* Artículo publicado en la revista Psyche Navegante N° 11 - www.psychenavegante.net
* Artículo publicado en la revista Psyche Navegante N° 11 - www.psychenavegante.net
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